Toda novedad no es sino un olvido.


Venga usted a hacer un rato de compañía a su viejo amigo —me dijo—.  Y como ese ramo que un viajero nos manda desde un país adonde nunca hemos de volver, hágame respirar, desde la lejanía de su adolescencia, esas flores primaverales por entre las que yo crucé también un día.  Venga a casa y tráigame flores, primaveras, barbas de capuchino, achicorias silvestres, cuencos de oro; tráigame la flor de sedum, con que se forma el ramo dilecto de la flora balzaciana; la flor del Domingo de Resurreción, margaritas y bolas de nieve de esas que empiezan a aromar el jardín de su tía cuando aún no se ha fundido las bolas de nieve de verdad que trajeron las tormentillas de Pascua.  Y tráigame la gloriosa vestidura de seda de la azucena, digna de Salomón, y el polícromo esmalte de los pensamientos; pero, ante todo, no se olvide de traerme el airecillo aún fresco de las últimas heladas, que entreabrirá, para esas dos mariposas que están esperando a la puerta desde esta mañana, la primera rosa de Jerusalén.