Toda novedad no es sino un olvido.


Pero a la edad en que frisaba Swann, cuando ya se está un tanto desengañado y sabemos contentarnos con estar enamorados por el gusto de estarlo, sin exigir gran reciprocidad, ese acercarse de los corazones, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta necesaria del amor, en cambio sigue unido a él por una asociación de ideas tan sólida, que puede llegar a ser origen de amor si se presenta antes que él.  Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una mujer.  Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor —el amor más físico— sin tener precisamente y como base el deseo.  En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces y no evoluciona él solo con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado.  Le ayudamos nosotros, le falseamos con la memoria y la sugestión.  Al reconocer uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida.  Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio —admirados ante su belleza— para poder seguir. Y si empieza por en medio —allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro—, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.