Toda novedad no es sino un olvido.


Un inefable sentimiento de apacibilidad, una alegría o ebriedad apacible y sana nos produce el convencimiento de que todo lo nuestro habrá de llegar al minuto, hora, día y año. Aquí sentados paladeamos nuestro futuro que nadie podrá robarnos, ni aun nosotros mismos. Nosotros no somos el ansioso; nuestros ojos guardan las imágenes que a ellos llegan, porque esas son las que debían llegar; nuestras manos palpan muy lentamente las formas que son suyas, porque ellas son las destinadas; nuestros corazones están listos para recibir lo que el seno del devenir les guarda. No se gasta nuestra fuerza vital en perseguir los seres que no son suyos, los sucesos que no le pertenecen. Aquí nos tienes, vida, diosa de los ojos maliciosos, tranquilos, sentados sobre esta dura piedra, seguros de tu amor; los celos no desbaratan nuestros corazones. Tú eres la infiel entre las infieles, a pesar de que no retrocedes ni abandonas al amante. Aquí nos tienes, sentados sobre la dura piedra, oliendo la grama olorosa a inocencia, llena de vitalidad, esperando tus dones. Las mujeres que han de servirnos de almohada, las que han de llorar por nosotros, vendrán a buscarnos en donde estemos, si han de ser nuestras. ¿Para qué correr tras ellas? Vendrá también el oro que ha de ser nuestro, y vendrá a esta dura piedra, al escondrijo más oculto, la muerte, y vendrá el deshonor, el dolor y el odio. ¿De qué huimos? ¿Para qué escondernos? ¿Por qué lamentarnos? ¿Para qué remordernos la conciencia? Con recogimiento recibimos lo nuestro; nadie nos pide cuenta y a nadie se la pedimos. Somos el que puede afirmar: el hombre tiene lo que merece; no tendrá lo que no merece. Venga, pues, a cada uno lo suyo. Hemos perseguido la alegría y a pesar de que parecíamos alcanzarla, no pudimos. Lo nuestro es lo único que llegará a nosotros. ¿Y qué será lo nuestro? Parece que nada sorprendente nos está reservado en esta pelota terrestre. —Fernando González