Toda novedad no es sino un olvido.


En unos meses cambia una habitación, aun sin mover nada de su sitio. Por viejas que sea las cosas, por gastadas que estén, encuentran aún, no se sabe cómo, fuerzas para envejecer. Todo había cambiado ya a nuestro alrededor. No los objetos de lugar, claro está, sino las cosas mismas, en profundidad. Son otras, las cosas, cuando las vuelves a ver; tienen, parece, más fuerza para penetrar en nuestro interior con mayor tristeza, con mayor profundidad aún, con mayor suavidad que antes, fundirse en esa especie de muerte que se forma en nosotros despacio, con delicadeza, día tras día, cobardemente, ante la cual cada día nos acostumbramos a defendernos un poco menos que la víspera. De una vez por otra, la vemos ablandarse, arrugarse en nosotros mismos, la vida, y las personas y las cosas con ella, que habíamos dejado triviales, preciosas, temibles a veces. El miedo a acabar ha marcado todo eso con sus arrugas mientras corríamos por la ciudad tras el placer o el pan.
Pronto no quedarán sino personas y cosas inofensivas, lastimosas y desarmadas en torno a nuestro pasado, tan sólo errores enmudecidos. —Louis-Ferdinand Céline