Toda novedad no es sino un olvido.


Sus deseaos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menso insípidos que en la época en que me había separado de ellos. Los individuos habían cambiado, pero las ideas no. Seguían yendo, como siempre, unos y otros, a apacentrase más o menos con medicina, retazos de química, comprimidos de derecho y zoología enteras, a horas más o menos regulares, en el otro extremo del barrio. La guerra, al pasar por su quinta, no había transformando nada en ellos y, cuando te metías en sus sueños, por simpatía, te llevaban derecho a sus cuarenta años. Se daba así veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricar una felicidad.
Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco numero pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habían echado, por así decir, un vistazo a su familia. No valía la pena. Está hecha para todo, menos para res contemplada, la familia. Ante todo, la fuerza del padre, su felicidad, consiste en en besar a su familia sin mirarle nunca, su poesía.
La novedad sería ir a Niza en automóvil con la esposa, provista de dote, y tal vez adoptar los cheque para las transferencias bancarias. Para las partes vergonzosas del alma, seguramente llevar también a la esposa una noche al picadero. No más. El resto del mundo se encuentra encerrado el los periódicos y custodiado por la policía. —Louis-Ferdinand Céline